En diciembre de 2022 se cumplían dos años del nacimiento de mi empresa y acababa un programa de aceleración de startups de doce meses. Era hora de hacer balance. Después de haber metido a family y friends en el proyecto, convencido de que éste triunfaría y que tarde o temprano repartiríamos dividendos (claramente yo era el fool de las tres efes), la realidad era más bien distinta: la empresa no generaba más de lo que gastaba y nos estábamos quedando sin dinero. Ellos habían perdido lo invertido y yo me volvía a casa con una deuda personal importante. En la videollamada que cerraba el programa de aceleración (que no la empresa, aún viva), estaba solo frente a los mentores con los que había estado trabajando durante ese año y a los que, he de reconocer, les había cogido bastante cariño.
En un momento de la exposición, de repente, se me hizo un nudo en la garganta. No me salían las palabras. Sin previo aviso, se me saltó una lágrima. Luego otra. Y otra... No pude contenerme: me derrumbé por completo.
Lloré como no recuerdo haberlo hecho en mucho tiempo. La situación de la startup me estaba causando un estrés brutal, con una presión enorme por haber "perdido" el dinero de tanta gente cercana, por no haber sido capaz de dirigir el barco. Por haber fallado. Sí, sí, ya sé que el que invierte arriesga. Pero la práctica del fracaso es un plato amargo cuando se saborea en primera persona. Esto me afectó en todas las esferas, a nivel psicológico y en casa con mi mujer y mis hijos, donde el ambiente era cada vez más insostenible.
Ese día, exploté y salió a la luz la procesión que llevaba por dentro y que tanto me había esforzado en ocultar. Fue un momento catárquico. Un antes y un después. Comprendí cuáles eran mis prioridades en la vida y dónde no debía poner mi corazón.
Durante el espectáculo, que duró un buen rato, los mentores, con más recorrido que yo, intentaron calmarme insistiendo en cortar la llamada.
Les dije que no: "emprender es también esto".
Me sorprenden muchos los países donde la aventura del emprendimiento se ha normalizado, siendo la aspiración de muchos de sus ciudadanos y donde si el invento no funciona, "con la música a otra parte". Aunque en parte lo admiro, me preocupa cierta tendencia reciente donde se nos insta a lanzarnos al emprendimiento como si de un juego se tratara. Ojo. Hay que tener mucho cuidado. Estamos hablando de dinero, de inversores, de familia, de la vida real... Esto no es el Monopoli. Sin las herramientas y la preparación necesarias, hay demasiado en juego. Algo difícil de ver si sólo atendemos a la edulcorada imagen que vemos en las redes sociales.
Cuando decidí montar la empresa, todo lo que leía era desde un prisma positivo. Cómo tener éxito. La fórmula secreta. Cómo hacerse rico. Cómo lo hice. Etcétera, etcétera... Sólo recuerdo un libro que me advirtió de los peligros y que recomiendo, El Libro Negro del Emprendedor, sobre las razones erróneas para emprender.
Reconozco que mi campo de visión estaba nublado por el efecto eufórico de las redes. ¿Qué otra cosa podía yo esperar si no había visto más que la parte positiva de las empresas y en concreto de las startups a mi alrededor?
Todo el que haya intentado lanzar un proyecto, ya sea empresarial, artístico, social o de otra índole (¡tener hijos!), sabe lo complicado que es. Yo lo sé porque, familia aparte, he lanzado tres hasta la fecha: una ONG, hoy extinta; una película cinematográfica, aún y hasta nuevo aviso en formato de cortometraje; y la startup ya mencionada, por la que llevamos batallando ya tres años y pico. En todos me he llevado alegrías, que han venido de la mano de muchos momentos difíciles.
Cuando creas algo desde cero, es muy difícil cuantificar la energía que dedicas a ese proyecto. Quizá podamos llevar cuentas generales del tiempo empleado, el dinero invertido, o los recursos materiales y humanos que hemos necesitado. Pero es muy difícil hacer cuentas del desgaste emocional que, por otra parte, es ingrediente sine qua non el proyecto difícilmente saldría adelante. Si uno no se vuelca al 100%, si no se entrega en cuerpo y alma, las posibilidades de éxito son prácticamente nulas.
El caso es que a la gestión de proyectos, con todo lo que ello implica, se le suma hoy un ingrediente añadido, algo amado y odiado a partes iguales, algo que sabemos que puede ser muy útil o muy dañino según el uso que le demos. Hablamos, cómo no, de las redes sociales.
La mayoría reconoceremos que hay días en que las redes nos resultan tremendamente útiles, con acceso a información, noticias, contactos, formación ideas, clientes, talento... Otros días, sin embargo, no hacemos absolutamente nada productivo en ellas. Son días en los que por más scroll que hagamos, no encontramos nada interesante, o lo que vemos nos deprime, sobre todo al comparar lo bien que le va a todo el mundo. Excepto a nosotros, claro.
El problema está cuando pensamos que eso nos pasa solo a nosotros. Y que al resto les va de maravilla. Esa es la clave.
¿Cómo caemos en dicho error de percepción?
Pues muy sencillo: salvo en honrosas excepciones, estamos constantemente publicando cosas, a priori, positivas. En Instagram, por ejemplo, nuestra vida personal es perfecta (comidas, viajes, amigos), y en Linkedin nuestra faceta profesional es intachable. Queremos celebrar, compartir, proyectar una imagen positiva. Que nuestra actividad genere comentarios para satisfacción de nuestra dopamina. Sabemos ya lo suficiente sobre el premeditadamente adictivo diseño de las redes sociales. Es un mecanismo de supervivencia. Lo necesitamos.
Y así, hemos creado un monstruo en el armario. Pero no todo está perdido.
Un día quedé con un amigo y me preguntó, "¿qué tal?", y yo le dije, "bien, no nos podemos quejar", a lo que él me respondió, "sí, si que te puedes quejar; si algo no va bien, puedes decirlo sin problemas". Aquello se me quedó grabado. No lo interpreté como una invitación a ser desagradecido ("¿cómo voy a quejarme viendo cómo está el mundo?"), sino que abría la puerta a la posibilidad de la vulnerabilidad, a presentar una narrativa distinta, a un relato ajeno al lugar común, a la frase hecha, asumiendo, en definitiva que quizás hoy no me vaya tan bien, que nuestras vidas, nuestras familias, nuestras empresas no son tan perfectas y que no todo va viento en popa a toda vela.
Normalmente las grandes broncas se quedan en casa, ¿verdad? Pues en una empresa, igual. En la foto de familia siempre salimos muy guapos. Pero, por muy bonita que sea la publicación de turno en la que se hable de la maravillosa facturación alcanzada este año, de las impresionantes proyecciones para el que viene, de la ronda de financiación cerrada con éxito, de las estupendas prácticas de conciliación laboral, del inolvidable evento de networking de ayer donde nos echamos unas risas, de lo contento que están tus empleados tras la jornada de team-building en el campo..., detrás de ese mundo de fantasía hay un sinfín de errores empresariales, de discusiones entre trabajadores, de acalorados desacuerdos en la directiva, de días de trabajo demasiado largos, de vacaciones demasiado cortas, de clientes insatisfechos, de un software deficiente, de un proveedor que no paga... De noches sin dormir.
Como les decía a mis mentores: "emprender es también esto". Pero nadie lo muestra. ¿Por qué?
Hasta hace muy poco, sobre todo en el universo varonil de ciertas culturas, se consideraba una debilidad hablar de tus problemas personales. ¿Recuerdan al señor Banks, de Mary Poppins?. Uno se lo guarda. Si acaso, lo habla con su pareja, con alguien muy, muy cercano... Y si tenía que ir al psicólogo, al loquero, pues con discreción, por lo vergonzoso de reconocerlo, como si implicase que estuviéramos mal programados, que fuésemos un error de la naturaleza.
Hoy, sin embargo, hablar de la salud mental, hacer mindfulness, o acudir al especialista de la mente se ha generalizado y normalizado. No nos avergüenza decir que hacemos terapia. Nos hemos humanizado en ese sentido.
Entonces, insisto, ¿por qué no nos mostramos tal y como somos en las redes?
Algunos ya lo están haciendo. Muy pocos aún. Y no hacerlo, señores, es mentir. O mejor dicho, ocultar parte de la realidad. Y al ocultarlo, transmitimos una imagen idílica, una imagen que no se ajusta a lo verdadero, una imagen que no te representa. Nuestros avatares en Linkedin, Instagram o la red de turno, son falsos, son una proyección idílica. Es lo que nos gustaría ser. Pero, bienvenidos al mundo real: somos las dos caras de la moneda, y negar una de ellas en redes sociales es perjudicial para la salud.
El riesgo potencial es enorme, porque si todos hacemos esto, es decir, si todos ocultamos lo que no queremos mostrar o nos avergüenza enseñar, estamos negando una parte de la realidad que es consustancial a nosotros mismos, a nuestras familias, a nuestras empresas y nuestras vidas.
Al creernos que esa realidad falsa es posible (que no lo es), las redes se vuelven un lugar dañino. Nos convencemos de que la perfección es alcanzable y nos frustramos al no lograrlo.
Me decía un buen amigo que ejerce como psiquiatra que la gente no quiere aceptar el sufrimiento como parte de la vida. Quieren evitarlo a toda cosa y cuando llega, que siempre llega, no tienen herramientas para gestionarlo. Los grandes gurús de la meditación ya lo saben: no se trata de evitarlo, sino de aceptar su presencia, de ser conscientes de ello. Eso es meditar: ser conscientes de nuestro ser y nuestro entorno.
Por tanto, mientras antes sigamos estos dos pasos, mejor nos irá:
1.- Aceptemos que el sufrimiento es parte de nuestras vidas.
2.- Seamos vulnerables: compartámoslo sin miedo.
Y como si de un misterio paradójico se tratase, esa vulnerabilidad nos hará precisamente más maduros, más fuertes, más resilientes.
He comenzado este relato abriéndome en canal, contando lo mal que lo he pasado como emprendedor. Eso, hace un tiempo, me habría avergonzado, quizá fruto de una mentalidad tóxica. Pero hoy no. Porque sé que no cuento nada nuevo. Todos lo pasamos mal sin excepción. Otra cosa es que lo compartamos públicamente.
Es necesario abrirse y contar la realidad como es, pues eso nos hace humanos, dando una imagen más completa y certera de nosotros. Además de ser un acto de honestidad, otros se sentirán identificados y no se derrumbarán creyendo que están solos. No lo están. Simplemente, no estábamos siendo sinceros.
Si vamos a seguir en las redes, si queremos que las generaciones venideras estén en un entorno sano, seamos inteligentes, hagámoslo de forma que nos beneficie a todos, sin proyectar imágenes irreales, idílicas y dañinas en las que reflejarnos. Que las redes sociales sean un reflejo de quiénes somos, que sean redes humanas, de verdad.
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